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22 sept 2009

Fútbol infantil: ¿Campo de juego o campo de batalla?

La nota que transcribimos a continuación, fue publicada por la revista cultural "La Tela de la araña", de la  Universidad Tecnológica Nacional, en su edición de Julio-Agosto de 2008. En el enlace citado puede bajarse en formato PDF.

 
 En 1931, River Plate pagó diez mil pesos por el pase del wing derecho Carlos Peucelle y treinta y cinco mil por Bernabé Ferreira y al año siguiente invirtió más de cien mil para formar un plantel que sería campeón ese mismo año.

Allí, no sólo nació el mote de “Millonarios” con el que aún hoy se conoce al club de Nuñez, también comenzó a moldearse la forma que el “sueño americano” adoptaría en estas pampas; el fútbol empezó a ser sinónimo de escalera social, y con ello, en un muy lento pero irreversible proceso, la pasión por los colores dejó pasó a la atracción de los billetes.

Es precisamente en esta época de irrupción del profesionalismo en el deporte, cuando comienzan a emerger masivamente las instituciones barriales, que si bien no son hijas de este proceso, están ligadas a este momento de auge cultural, social y económico del fútbol, surgen a su sombra y aún cuando existan otras razones que expliquen su multiplicación casi geométrica, la influencia de esta realidad es notoria, les da a la actividad social de lo clubes una dirección definitiva; a partir de aquellos años, los cientos de entidades civiles que aparecen, tienen al deporte, y fundamentalmente al fútbol, como actividad central de su vida social.

El baby fútbol es desde hace muchos años, cuna de jugadores. La casi desaparición del potrero, y también de la calle como escuela natural, dejó paso a una múltiple oferta que llega a los pibes cada vez a edades más tempranas: las escuelas de fútbol se ofrecen a los padres ávidos del éxito de sus hijos, que desde que la ecografía dice varón, ya creen tener a un Messi en la familia. Antes de los 5 años, y de la mano de papá o mamá, los pichones de crack ingresan a la práctica deportiva y casi de inmediato se incorporan a la competencia, que en muchos casos es una auténtica picadora de carne.

Frente a esta avalancha de cantos de sirena, los clubes de barrio siguen siendo los lugares donde la resistencia a este proceso es más genuina. Si bien las particularidades de cada institución tienen que ver con su propia historia, su inserción geográfica y su conformación social, hay un rasgo común que las identifica: su creación tiene que ver con el aluvión poblacional que tuvieron los suburbios de las grandes ciudades en las primeras décadas del siglo XX. En la década de 1930, los clubes de barrio surgían uno tras otro. En cada nuevo caserío, surgió naturalmente la necesidad de conformar centros sociales que identificaran y aglutinaran a los nuevos pobladores. Miles de inmigrantes llegados de una Europa en llamas, intentaban adaptarse a sus nuevas vidas y encontraron en estos centros sociales, un punto donde canalizar sus inquietudes y su tradición cultural. En esta tradición, el deporte no ocupa un espacio menor, y en ese sentido el fútbol supo dar a esa necesidad de pertenecer, un punto de referencia irremplazable.

Tal vez en estos orígenes deban buscarse las razones que hicieron de los clubes una usina permanente de espíritu solidario y organización comunitaria, que aún en las peores crisis, pudo sobrevivir, y reafirmarse a partir de éstas mismas. La historia de la organización y el desarrollo del fútbol infantil en la Argentina tiene notables punto de contacto con la realidad social, política y económica de nuestro país.

La Federación argentina de deportes infantiles (FADI) fue fundada a fines de 1.959 con representantes de distintos puntos del país y su primer nombre fue una expresión de deseos “SEAMOS AMIGOS”. El lema fundacional, que recogía y sintetizaba el espíritu de aquellos pioneros sufrió las inclemencias de una realidad vertiginosa; lentamente, la confraternidad deportiva de los tiempos del estado paternalista fue encausada y adaptada a estos tiempos donde el dios a adorar es la competencia. Hoy, el cartel de “seamos amigos” fue reemplazado por el de “seamos los mejores”.

El correlato de este cambio, por supuesto, también está en las canchas, donde los pibes ya no van a divertirse, sino a ganar. La presión por el resultado es tan grande, que desde edades muy tempranas sufren con rigor de profesionales. El panorama es desolador: entrenadores que gritan, padres que gritan, madres que insultan a los chicos del otro equipo, jugadores que no saben aún atarse los cordones pero ya aprendieron a pegar el codazo cuando el árbitro no los ve o a caer como Vic Morrow en Combate cuando la pierna de un rival le roza la propia. Los chicos que pierden se van llorando, se niegan a saludar al ganador y entran al vestuario pateando la puerta, gestos todos que son celebrados por padres, tíos y entrenadores como demostración de guapeza, virilidad y hambre de gloria. El discurso oficial que divide al mundo en “ganadores” y perdedores”, encuentra en la inocencia de los chicos un terreno demasiado fértil.

Claro que, afortunadamente, no todo está perdido, y son muchos los que desde los clubes se niegan al cambio del cartel, los que quieren ver pibes jugando a la pelota, y no “proyectos” o “salvadores de futuros”.

Hace algún tiempo, desde la publicación “PRENSA VERDE” del Club Villa Argentina de Gerli, Avellaneda, tuvimos el gran placer de mantener una larga charla con Norberto Ruso Verea, referente si los hay, de los que ponen la pelota por delante del negocio, el juego por encima del resultado, y la bandera de la ética frente al discurso de la trampa.

“Antes que educar a los pibes, hay que educar a los padres. A los pibes hay que dejarlos jugar”, decía Verea, y la frase resuena en los oídos cuando cada sábado vemos al energúmeno de turno gritándole a su hijo “partilo”, después que su rival, otro pibe de 7, 8 ó 10 años, lo gambeteara por enésima vez.

En otro momento de la charla, tan entretenida como educadora, dice el Ruso:

“Ese mensaje oficial es muy perverso: el que gana existe y manda, y el que no gana no existe. Las competencias están armadas de una manera donde el gran negocio, aún siendo pibes, termina siendo más importante que el desarrollo y el crecimiento de los chicos, porque pibes hay muchos y porque padres con la ilusión de salvar con el pibe un futuro que ellos no pudieron conseguir, entregan a los pibes a toda esta máquina, que en muchos casos es una máquina perversa”.

Y no deja mucho para agregar.

“Se juega como se vive” sentenció hace muchos años, el Flaco Menotti. Y habrá que rendirse ante la frase. En el fútbol infantil, hay más desesperación que alegría, más odio por el otro que celebración por el mérito propio, más apología de la trampa que apuesta al trabajo y al juego colectivo.

“Belleza” pedía otro filósofo del fútbol argentino desde su puesto de mando en el banco de suplentes , y eso es, precisamente, lo que seguimos gritando los que estamos de este lado del campo: belleza, alegría, gambeta y pared! porque en el fútbol como en la vida, el camino es lo importante y ningún resultado vale el llanto de un pibe.

Pablo A. ISI