El último fin de semana, a los treinta y nueve minutos del segundo tiempo del partido que disputaban La Paz y Aurora, por la Primera división del Torneo Boliviano de Fútbol, ingresó al campo de juego Mauricio Valdivieso, que con sus doce años de edad, se convirtió en el futbolista más joven de la historia del continente en jugar en la división mayor. Quien lo hizo ingresar fue Julio César Baldivieso, Director Técnico del Aurora y una de las mayores glorias del fútbol boliviano. Julio César Baldivieso es, además, el padre del chico.
A poco de ingresar, el nene sufrió una fuerte entrada al tobillo de un defensor rival, por la que quedó llorando en el campo de juego.
Para el pequeño atleta, la experiencia de jugar entre mayores no fue nueva, ya que a los diez años había jugado algunos minutos en la categoría mayor de la Liga de Cochabamba, divisional de ascenso del fútbol de ese país.
Al margen de las condiciones técnicas y atléticas del joven futbolista, el hecho reaviva un debate siempre latente en el ambiente del fútbol infantil: los chicos, los padres y los entrenadores recorren ese camino con muy diversas motivaciones, pero de todos ellos, sólo los niños son las potenciales víctimas.
Julio César Valdivieso es un hombre curtido en el fútbol; jugador de selección y de dilatada trayectoria en primera división, habrá visto en su hijo condiciones de estrella, aunque difícilmente pueda uno imaginar que el niño haya tenido alguna intervención en una decisión que evidentemente viene desde antes de la cuna.
Desde nuestra mirada occidental, hoy nos parecen bestiales las culturas en las que las familias eligen a los cónyuges de sus hijas e hijos y negocian entre si la conveniencia de los matrimonios como quien cuida una mercancía que puede garantizarles el futuro. Sin embargo, solemos ser más tolerantes con madres y padres que recorren los diferentes lugares donde sus hijos pueden ser más productivos: castings de publicidades, de programas de Cris Morena o de aspirantes a estrellas, en los que los pibes pasan horas y horas, días y días durante años, repitiendo las sonrisas y las muecas que mamá y papá le enseñaron desde chiquitos para convertirlos en los Marcelo Marcote o los Lorena Paola del siglo XXI.
Son muchos los casos en los que el éxito llega temprano, pero la felicidad de los mayores suele ser la infelicidad de los pibes, y el mundo está lleno de ejemplos en los que los triunfadores precoces terminan agobiados a tempranísimas edades por una vida que no eligieron.
Un nene de doce años es un nene de doce años, y quien fue alguna vez a alguna cancha de fútbol sabe que lo que se practica ahí adentro no es un juego. Las presiones suelen calar hondo hasta en los más veteranos deportistas, que deben convivir en un ambiente donde jugadores, dirigentes, representantes, medios periodísticos, entrenadores, barrabravas y demás actores, participan de una guerra cuyo botín es cada vez más suculento y cuyos métodos aumentan gradualmente su crueldad y falta de escrúpulos.
Pocas cosas hay más lindas en la vida que ver a pibes jugando. JUGAR, con la inocencia y la alegría que los chicos derrochan en cualquier lugar del mundo donde los grandes se lo permitan.
El fútbol infantil es todavía (aún con las presiones desmedidas que suele haber en algunos clubes) un reducto donde los pibes crecen jugando a la pelota entre amigos. No hay nada que pueda compararse a esa experiencia de compartir los años de crecimiento en un ambiente sano y solidario, como en muchos clubes de barrio aún es posible.
Los casos como el de Mauricio Baldivieso no hacen más que renovar el alerta que debemos tener quienes de cualquier manera estamos cerca del fútbol infantil:
SI LOS GRANDES QUEREMOS GLORIA, ESCALEMOS EL EVEREST, PERO DEJEMOS QUE LOS PIBES JUEGUEN, PORQUE EN EL JUGAR ESTÁ SU FELICIDAD.
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